Ah, qué bendita melancolía. Para los que somos adictos a ella, para los nostálgicos por naturaleza, el final del verano es un momento ideal. Es momento para recordar, si hay algo que recordar. Momento para interiorizarlo y dosificarlo para las tardes de otoño o invierno.
“Sabes que acabó el verano, y regreso a la ciudad, han cerrado la piscina, aunque aún nos quede el bar”
Sí, me gustan esos momentos. Como cuando eras pequeño y en el pueblo jugabas con las chicas que también iban sólo en verano, como en el final de Verano Azul, como cuando llovía, tiene que llover en las despedidas, y le dabas un beso en la mejilla y sabes que esa sensación duraría hasta el verano siguiente. La novela en obras comienza en el final del verano, y cuando llegó septiembre, de repente empezamos de nuevo.
Surge septiembre de la nada. Con él parece que el mundo cambia pero no es así. Nos engañan año a año con aquellos anuncios que nos preparan para un nuevo curso. Lo mejor para su hijo: las mochilas, los cuadernos, los nuevos lapiceros. Todo cambiaba siempre en septiembre, más que en cualquier enero. Siempre viví de septiembre a septiembre. Los libros de la escuela recién forrados, el peso del nuevo diccionario, el olor de los rotuladores al pintar.
Cosas que me hacen sentir bien: Las galletas pasadas de fecha.
Cosas que me hacen recaer: La vuelta a la ciudad.
EL BELLO SERGIO (1958), DE CLAUDE CHABROL.
Hace 14 horas
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