Mi ciudad perdida es una recopilación de artículos para revistas que Scott Fitzgerald fue publicando a lo largo de su vida. Algunos memorables, otros para salir de apuros económicos, pero todos sirven de testamento vital.
Asusta ver la evolución de su pensamiento. Desde su juventud, con la esperanza de los primeros ingresos, de su vida plena en la Costa Azul, hasta su final, con apenas 44 años, pero desesperanzado, hastiado de la vida que había llevado, odiando todo lo que él mismo había sido, esa felicidad artificial de los años 20. No sólo quebró la bolsa en el 29, quebró un estilo de vida, una hipocresía alarmante.
“Evidentemente, la vida sólo es un continuo proceso de deterioro”. Así lo deja escrito y patente. “Comprendí que durante mucho tiempo no me habían gustado ni las personas ni las cosas, sino que sólo seguía la vieja y desvencijada pretensión de que me gustaban”.
Zelda y él se derrumbaron. El alcohol fue siempre un remedio, pero llegado un momento, fue el principio del fin. Lo tuvieron todo, pero estaba asentada en una falsa base de felicidad. Y ante el primer suspiro, la felicidad cae y nos aplasta. Al menos nos queda su lección.
EL BELLO SERGIO (1958), DE CLAUDE CHABROL.
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